Isaac Rosa - 27 de junio de 2012.
Es ya un lugar común ese de que España se había convertido en un país de nuevos ricos. No tanto que abundasen los ricos sobrevenidos, sino que el país entero, como Estado y como sociedad, se comportaba con las odiosas maneras con que solemos caricaturizar al nuevo rico: despilfarro, exhibición hortera de riqueza, gasto suntuoso, adquisición de atributos identitarios para ser aceptado entre los ricos de toda la vida, hedonismo, despreocupación por el futuro, champán con fresas para desayunar, clases rápidas de golf, que da distinción, y pídete lo que quieras que esta ronda la pago yo, que el dinero está para gastarlo.
Sí, de esos nuevos ricos caricaturescos ha habido muchos en los años de la burbuja, aunque no tantos como para que aceptemos la trampa de generalizar la mala conciencia (“hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”). Y como ellos, también el país, sus gobernantes y administradores, se comportaron durante años como nuevos ricos, usando la riqueza sobrevenida para fardar de trenes, aeropuertos y edificios emblemáticos con que quitarse los complejos y espantar la imagen histórica de pobretones, en vez de usar esa riqueza para garantizar el futuro, crecer equilibradamente y protegerse ante una crisis como la actual. Venga a pagar rondas a los amigotes, y vengan despampanantes ciudades de la ciencia y de la cultura, circuitos de Fórmula 1, grandes eventos y AVE hasta el último pueblo, y ponme otra ronda, que el dinero está para gastarlo.
Pero hay algo todavía peor que un nuevo rico: un nuevo pobre. O para ser más exactos: un nuevo rico que de repente se convierte en nuevo pobre. No hablo por tanto de los trabajadores que, sin haber sido nunca ricos, ni mucho menos nuevos ricos, han sido arrojados hoy a la pobreza, precarizados, excluidos, desahuciados. Me refiero a quienes levantaron una fortuna súbita al calor de la burbuja, y con las mismas vieron cómo su fortuna se desinflaba a la misma velocidad que la burbuja.
El nuevo pobre, entendido por tal el ex nuevo rico cuya suerte cambia de golpe, no sabe llevar su nueva pobreza con dignidad, sino al contrario, la intenta disimular, se preocupa por las apariencias ante los vecinos, y se muestra insolente si alguien duda de su solvencia. El nuevo pobre se quita de comer antes que dejar de abonar la cuota del club o el colegio privado de los niños, sigue pagando rondas en el bar para que nadie sospeche, tira del crédito de la tarjeta aunque a la larga le salga más caro, y es capaz de ampliar la hipoteca y ahogarse más todavía con tal de que no se le note que no tiene para las vacaciones. Tampoco encuentra quien le compre la casa de la playa que acabará perdiendo, la televisión gigante o los muebles caros y horteras con que llenó su casa y que no ha terminado de pagar, ni por supuesto la escobilla del baño que le costó una pasta.
Su estupefacción por haber sufrido una ruina para la que no estaba preparado le incapacita para tomar decisiones que le saquen del agujero, y se limita a esperar que el viento vuelva a soplar a favor, mientras consume sus últimos ahorros. En su orgullo de pobre renegado es continuador de aquellos veraneantes que se quedaban en casa con las persianas bajadas para que los vecinos creyesen que estaban en la playa, o más lejano aún, los hidalgos miserables que se echaban migas en la pechera para que pareciera que habían comido.
Así se están comportando también nuestros gobernantes, con maneras de ex nuevo rico devenido en nuevo pobre. Incapaces de llevar con dignidad la pobreza repentina, lo mismo reaccionan con chulería con los débiles que se bajan los pantalones ante los poderosos, alineándose con los peces gordos de Europa para que les dejen sentarse un ratito más a su mesa, en vez de hacer frente común con los otros países castigados; o arrojándose a los pies del primer Adelson que entra haciendo sonar el bolsillo. Como orgullosos ex nuevos ricos, van de sobrados por la vida, rechazan que la crisis sea una crisis, que el rescate sea un rescate, presumen de presionar a los socios europeos, fanfarronean de conseguir gangas en Bruselas y de torear a esos europeos a los que, como a Juncker, “de vez en cuando hay que explicarles las cosas” (De Guindos dixit).
Nuestro Gobierno de nuevos pobres también se quita de comer (o nos quita, más bien) antes que renunciar a otros gastos o meter mano a la fiscalidad, recortando gasto social, rebajando salarios y abaratando el mercado de trabajo; y sin embargo sigue pagando rondas en el bar a lo grande, una para la banca, otra para las autopistas de peaje, otra para organizar los Juegos Olímpicos si nos tocan, venga, alegría. Con tal de que no se le note que lleva los bolsillos vueltos hacia fuera es capaz de endeudarse más todavía, al precio de ahogarse un poco más: ¿que la banca quiere pedirse otra ronda? Pues venga, hasta 100.000 millones con cargo al FROB, y apúntamelo, que ya echaremos cuentas. Tampoco tiene quien le compre el equivalente al piso de la playa y los muebles horteras: las ruinosas infraestructuras que ahora no puede ni mantener, los aeropuertos sin aviones, los edificios emblemáticos sin contenido, las autovías que ya ni se parchean, los tramos a medio construir de ese AVE que iba a unir todas las capitales de provincia, los terrenos urbanizados sobre los que nadie pone un ladrillo.
Como aquel nuevo pobre que retratábamos, tampoco el Gobierno es capaz de tomar decisiones para salir del agujero, incrédulo de su propia ruina, así que consume lo poco que le queda, mientras espera el milagro que le salve en el último minuto, el cambio de aires en Europa, la cumbre decisiva, la quiebra del euro para salvarnos todos o morir todos a la vez.
Si les fastidiaba vivir en un país con maneras de nuevo rico, bienvenidos a la casa del nuevo pobre. Pídanse lo que quieran, que esta ronda está invitada.
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