Francisco Serra: España se está muriendo de mejoría: La ‘civilización del disparate’
"Un profesor de Derecho Constitucional viajó durante las Navidades a
un pueblo de la costa gallega y, cuando ya estaba próximo a su destino,
tras abandonar la autovía, fue atravesando localidades que presentaban, a
pesar de que era viernes por la tarde, una apariencia fantasmal. Muchos
comercios estaban cerrados y en los que aún permanecían abiertos apenas
podía entreverse la figura de las dependientas pasando las páginas de
alguna publicación semanal.
De regreso en Madrid, el profesor acudió al mercado a hacer la compra
y se encontró también los puestos semivacíos y a los encargados,
aburridos, en amable charla con los colegas o con algún cliente
despistado. Los comentaristas habían empezado a hablar de que este año
se iba a iniciar, por fin, una mejoría de las condiciones económicas,
pero la impresión que podía tener cualquier espectador de los negocios,
las calles, toda la vida nacional, era que España, como aquel paciente
al que un médico consolaba con la esperanza de una pronta recuperación,
en la célebre anécdota relatada por Kant, “se estaba muriendo de tanto mejorar”.
Unos días antes, en un puerto del Norte, el dueño de un bar le había
contado la historia de un conocido, ya entrado en años, sin trabajo, sin
ingresos, al que dejaba comida delante de la puerta de su casa, aunque
la mayoría de las veces, quizás por orgullo, no la recogía. Siempre que
se encontraban con él por la calle, decía que sus problemas se estaban
arreglando y no necesitaba auxilio, porque cada vez le iba mejor. La
semana anterior, los vecinos, alarmados por su prolongada ausencia,
habían requerido ayuda y, al entrar en la vivienda, lo habían encontrado
tumbado en la cama, consumido, muerto tal vez de hambre.
Es posible que la economía española no
necesite un rescate, pero no se puede retrasar más la adopción de
medidas que incentiven el crecimiento y fomenten el empleo, en vez de
aprobar sucesivas reformas laborales que no hacen más que incrementar el
número de parados, muchos sin posibilidad de volver a encontrar un
nuevo trabajo.
Antes de la Cabalgata, fue con su hija a ver la exposición de Gauguin
en el museo Thyssen y apenas tuvo que esperar unos minutos para entrar.
No le sorprendió que para visitar la otra muestra, dedicada a las joyas
de Carter, hubiera una enorme cola. El paraíso no está
en la otra esquina, en un remoto edén, como podría pensarse por el
título de una novela de Vargas Llosa, sino en el
sofisticado mundo de amor y lujo que, como a través de una rendija,
podemos admirar en las revistas de moda y los programas del corazón.
Este mismo autor había publicado, hacía apenas unos meses, un ensayo
consagrado a la “civilización del espectáculo”, aunque al profesor esta
caracterización no acababa de parecerle del todo convincente.
El primer día de clase, mientras tiritaba de frío en su despacho de
la Universidad (se había estropeado, una vez más, la calefacción, en una
de las mañanas más gélidas del año) antes de impartir la última lección
de la mañana, el profesor pensó que sería más adecuado calificar a la
época actual como la de la civilización del disparate. En el
momento presente se había conseguido llevar a su máximo grado de
desarrollo lo accesorio, pero cada vez más faltaba lo fundamental, lo
imprescindible para vivir.
En el metro que le llevaba al trabajo había podido observar cómo casi
la mitad de los pasajeros estaban enfrascados en sus teléfonos móviles,
dos o tres leían sus libros electrónicos y tan solo algún viajero de
edad avanzada hojeaba el periódico o abría con disimulo una voluminosa
novela popular. La “muchedumbre solitaria” que, para los sociólogos,
poblaba las grandes ciudades, nunca ha estado más desorientada que
ahora, sin destino. Los trenes en que nos desplazamos, como toda nuestra
vida social, pueden alcanzar la máxima velocidad, pero no van a ninguna
parte.
El profesor estaba leyendo esos días una de las más bellas narraciones de Boris Pionía (un autor soviético que pereció en la época del Terror estalinista): El año desnudo,
que transcurría en 1919, llamado así por las difíciles condiciones que
hubo de soportar la mayoría de la población. Para España este también va
a ser, pensó, el “año desnudo”, porque hay muchos que están llegando al
límite de sus posibilidades y, además, el inevitable desenlace de los
diferentes procesos judiciales abiertos a algunas de las personas más
relevantes de la vida nacional va a revelar que, a pesar del nuevo traje
que nos confeccionamos en la transición (al final, muy parecido al del
Emperador del cuento de Hans Christian Andersen), el país está desnudo, exponiendo a la vista de todo el mundo sus “vergüenzas”.
Por la noche, ya en casa, descorrió las cortinas y comprobó, con
sorpresa, que por encima de los poco iluminados ventanales de los
edificios de enfrente, quien sabe si por la crisis, aparecían cada vez
más estrellas en el cielo de Madrid".
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