"El artículo que publiqué en estas páginas hace casi un año sobre la
clase política española recibió varias críticas que le atribuían la
tesis de que todos los políticos son iguales. Quizá me expliqué mal y,
si lo hice, me disculpo por ello. Es obvio que no todos los políticos
son iguales: los hay simpáticos y antipáticos, glotones y frugales,
corruptos y honestos. No se deben generalizar a nivel individual
determinados comportamientos, por más representativos que sean estos de
nuestra clase política como colectivo.
Aclarado esto, surge la duda de por qué nuestros políticos tienen un comportamiento individual tan homogéneo respecto a la mayor atrocidad que se está cometiendo en la economía y en la sociedad española: el desmantelamiento de la ciencia y el exterminio de la profesión investigadora. Ni una sola voz desde un escaño, ni un solo texto escrito por un político de nota se han alzado, que yo sepa, para denunciar la solución final que se esconde en el bosque de recortes presupuestarios pretendidamente coyunturales.
Cabría pensar, ante esta situación, que todos nuestros políticos creen que el gasto en ciencia es de naturaleza suntuaria, adecuado para presumir en épocas de bonanza pero superfluo en épocas de escasez —además de ser un gasto inútil porque no genera comisiones—. Pero, por lo dicho en el párrafo anterior, hay que resistir la tentación de generalizar y, por tanto, distinguir dos categorías de comportamientos individuales en nuestra clase política.
En primer lugar estarían aquellos políticos que entienden que no hay ninguna relación a largo plazo entre la ciencia y la prosperidad económica. Ante la necesidad de recortar, prefieren hacerlo en ciencia antes que en, por ejemplo, prestaciones sociales porque, digamos, tienen buen corazón. En segundo lugar estarían los que sí entienden que, por decirlo en palabras de Jorge Wasenberg, “los países ricos hacen ciencia para ser ricos, mientras que los países pobres creen que los países ricos hacen ciencia porque son ricos”. En otras palabras, los políticos de la segunda categoría no tendrían la misma concepción cateta de la ciencia que los de la primera y sabrían que los recortes en ciencia de hoy impedirán pagar las prestaciones sociales de mañana y, por tanto, que el gasto en ciencia debería ser prioritario.
¿Cómo puede ser, entonces, que esta segunda categoría no ocupe permanentemente la palestra, denunciando de manera atronadora que los recortes en ciencia y en educación condenan irremediablemente a España a descolgarse de los países más desarrollados? ¿Cómo puede ser que no griten sin descanso que en esta crisis la Unión Europea, Francia y Alemania han aumentado su gasto en investigación en vez de disminuirlo, como ha hecho España? ¿Cómo puede ser que no bramen que estamos condenando a nuestros hijos a la emigración, a los servicios de mesa o a los de alterne? ¿Cómo puede ser que estén callados?
En el artículo mencionado antes y en un libro que acabo de publicar propongo una explicación a estos misterios basada en la teoría de las élites extractivas. Esto no ha satisfecho a todo el mundo, por lo que a continuación apunto otra explicación de naturaleza más política. El argumento va como sigue. Por algún oscuro mecanismo, el sistema de partidos español y la ley electoral producirían una gran sobrerrepresentación en la militancia partidaria y en los cargos electos de personas mudas y, simultáneamente, ágrafas cuya capacidad de expresión hacia el mundo exterior se limitaría a manifestar “sí”, “no” o “abstención” con la punta de un dedo. La totalidad de los políticos de la segunda categoría del párrafo anterior, o sea los que son conscientes de las consecuencias irremediables de reducir el gasto en ciencia, se integraría en este grupo silente. De este modo, el discurso político quedaría en exclusiva en manos de aquellos que no ven ninguna relación causal entre la ciencia de hoy y la riqueza de mañana y que, por tanto, esperan que la futura prosperidad de España se base en proyectos tipo Eurovegas o en alfombrar con líneas de AVE la práctica totalidad del territorio nacional. ¿Existe ese “oscuro mecanismo”? Sí, claro que existe, como expongo a continuación.
El manifiesto Por una nueva Ley de Partidos, del que soy uno de los promotores, señala que la falta de democracia interna y de transparencia en los partidos políticos españoles, con el consiguiente uso de la cooptación para decidir las carreras políticas, ha eliminado el debate político de altura y la capacidad de estas instituciones para pensar a largo plazo y proponer estrategias creíbles para salir de la crisis. Quien quiera hacer carrera política tiene que tener claro que en lo único que debe destacar es en fidelidad. Si a esto añadimos un sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas, que exige a los candidatos de a pie estar callados, tenemos un mecanismo que lleva a la sobrerrepresentación de los silenciosos en la militancia y en los cargos públicos. En realidad este mecanismo silenciador no es una teoría alternativa a la de las élites extractivas, sino que acaba siendo complementaria: una y otra se refuerzan mutuamente.
Lo que está ocurriendo con el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la institución más emblemática de la investigación española —genera el 20% de nuestra producción científica— es representativo de la tragedia del sector investigador e innovador. Ningún político ha considerado oportuno manifestarse en contra de los recortes indiscriminados que pueden llevar al CSIC al cierre. Desde 2008 las transferencias ministeriales a dicho organismo han caído un 31% y los recursos obtenidos por la propia institución han caído un 35%. La diferencia acumulada entre ingresos y gastos desde 2008 es de 393 millones de euros, a pesar de que los gastos se han reducido en 163 millones.
El director de la institución ha definido la agónica situación del Consejo como “un cataclismo”. Otras instituciones de investigación están en una situación todavía más crítica. El retroceso no afecta solo a la investigación financiada con fondos públicos. En el informe de COTEC de este año, recién publicado, se señala que “la crisis ya ha destruido gran parte de la escasa capacidad investigadora de las empresas españolas, deteriorando gravemente la competitividad del país”. Según COTEC el número de empresas con actividades innovadoras se redujo en España un 43% entre 2008 y 2011, mientras que el de empresas con actividades de I+D lo hizo un 35%. ¡Bienvenido, mister Adelson, para usted sí que habrá dinero!
La versión gubernamental de lo que está ocurriendo con la ciencia es que, como en todo tipo de actividad humana, en la investigación científica hay proyectos buenos y proyectos malos y que se puede reducir el gasto recortando los proyectos “malos” para preservar los “buenos”. Me gustaría poder creerlo, pero no veo cómo puede eso ser cierto. La producción científica puede compararse a un iceberg. Hay una parte exitosa, blanca y refulgente, que parece flotar de manera autónoma por encima del agua. Pero eso es engañoso, porque la parte flotante está sostenida por otra parte mucho mayor de proyectos menos exitosos que quedan por debajo del agua.
Qué proyecto es “bueno” y cuál es “malo” es algo que no se sabe a priori, sino a posteriori y si acaba habiendo proyectos “buenos” es porque hay muchos que no lo son. Recortar estos últimos para preservar los primeros equivale a pensar que se puede eliminar o reducir la base del iceberg sin que se hunda la punta y, lamentablemente, eso no es así. Esto no quiere decir que no haya que aumentar la eficiencia del gasto en ciencia. Por supuesto que hay que hacerlo. Pero la vía para conseguirlo no son recortes horizontales e indiscriminados, sino la extensión de la competencia entre distintos equipos investigadores para acceder a los fondos públicos basándose en su excelencia.
Escribió Antonio Machado en su Juan de Mairena “¿Se ahorca aquí a un inocente? / Aquí se ahorca, simplemente”. Nadie alza la voz para justificar los recortes en I+D y en innovación, pero tampoco para criticarlos. La maquinaria presupuestaria de Hacienda prosigue su tarea sigilosa y terrible. No se “quiere” dañar a la ciencia. Nadie “cree” que eso sea bueno. Pero todos cumplen órdenes y el mal se extiende de manera que puede ser ya irreversible. Banalmente, diría Arendt".
Aclarado esto, surge la duda de por qué nuestros políticos tienen un comportamiento individual tan homogéneo respecto a la mayor atrocidad que se está cometiendo en la economía y en la sociedad española: el desmantelamiento de la ciencia y el exterminio de la profesión investigadora. Ni una sola voz desde un escaño, ni un solo texto escrito por un político de nota se han alzado, que yo sepa, para denunciar la solución final que se esconde en el bosque de recortes presupuestarios pretendidamente coyunturales.
Cabría pensar, ante esta situación, que todos nuestros políticos creen que el gasto en ciencia es de naturaleza suntuaria, adecuado para presumir en épocas de bonanza pero superfluo en épocas de escasez —además de ser un gasto inútil porque no genera comisiones—. Pero, por lo dicho en el párrafo anterior, hay que resistir la tentación de generalizar y, por tanto, distinguir dos categorías de comportamientos individuales en nuestra clase política.
En primer lugar estarían aquellos políticos que entienden que no hay ninguna relación a largo plazo entre la ciencia y la prosperidad económica. Ante la necesidad de recortar, prefieren hacerlo en ciencia antes que en, por ejemplo, prestaciones sociales porque, digamos, tienen buen corazón. En segundo lugar estarían los que sí entienden que, por decirlo en palabras de Jorge Wasenberg, “los países ricos hacen ciencia para ser ricos, mientras que los países pobres creen que los países ricos hacen ciencia porque son ricos”. En otras palabras, los políticos de la segunda categoría no tendrían la misma concepción cateta de la ciencia que los de la primera y sabrían que los recortes en ciencia de hoy impedirán pagar las prestaciones sociales de mañana y, por tanto, que el gasto en ciencia debería ser prioritario.
¿Cómo puede ser, entonces, que esta segunda categoría no ocupe permanentemente la palestra, denunciando de manera atronadora que los recortes en ciencia y en educación condenan irremediablemente a España a descolgarse de los países más desarrollados? ¿Cómo puede ser que no griten sin descanso que en esta crisis la Unión Europea, Francia y Alemania han aumentado su gasto en investigación en vez de disminuirlo, como ha hecho España? ¿Cómo puede ser que no bramen que estamos condenando a nuestros hijos a la emigración, a los servicios de mesa o a los de alterne? ¿Cómo puede ser que estén callados?
En el artículo mencionado antes y en un libro que acabo de publicar propongo una explicación a estos misterios basada en la teoría de las élites extractivas. Esto no ha satisfecho a todo el mundo, por lo que a continuación apunto otra explicación de naturaleza más política. El argumento va como sigue. Por algún oscuro mecanismo, el sistema de partidos español y la ley electoral producirían una gran sobrerrepresentación en la militancia partidaria y en los cargos electos de personas mudas y, simultáneamente, ágrafas cuya capacidad de expresión hacia el mundo exterior se limitaría a manifestar “sí”, “no” o “abstención” con la punta de un dedo. La totalidad de los políticos de la segunda categoría del párrafo anterior, o sea los que son conscientes de las consecuencias irremediables de reducir el gasto en ciencia, se integraría en este grupo silente. De este modo, el discurso político quedaría en exclusiva en manos de aquellos que no ven ninguna relación causal entre la ciencia de hoy y la riqueza de mañana y que, por tanto, esperan que la futura prosperidad de España se base en proyectos tipo Eurovegas o en alfombrar con líneas de AVE la práctica totalidad del territorio nacional. ¿Existe ese “oscuro mecanismo”? Sí, claro que existe, como expongo a continuación.
El manifiesto Por una nueva Ley de Partidos, del que soy uno de los promotores, señala que la falta de democracia interna y de transparencia en los partidos políticos españoles, con el consiguiente uso de la cooptación para decidir las carreras políticas, ha eliminado el debate político de altura y la capacidad de estas instituciones para pensar a largo plazo y proponer estrategias creíbles para salir de la crisis. Quien quiera hacer carrera política tiene que tener claro que en lo único que debe destacar es en fidelidad. Si a esto añadimos un sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas, que exige a los candidatos de a pie estar callados, tenemos un mecanismo que lleva a la sobrerrepresentación de los silenciosos en la militancia y en los cargos públicos. En realidad este mecanismo silenciador no es una teoría alternativa a la de las élites extractivas, sino que acaba siendo complementaria: una y otra se refuerzan mutuamente.
Lo que está ocurriendo con el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la institución más emblemática de la investigación española —genera el 20% de nuestra producción científica— es representativo de la tragedia del sector investigador e innovador. Ningún político ha considerado oportuno manifestarse en contra de los recortes indiscriminados que pueden llevar al CSIC al cierre. Desde 2008 las transferencias ministeriales a dicho organismo han caído un 31% y los recursos obtenidos por la propia institución han caído un 35%. La diferencia acumulada entre ingresos y gastos desde 2008 es de 393 millones de euros, a pesar de que los gastos se han reducido en 163 millones.
El director de la institución ha definido la agónica situación del Consejo como “un cataclismo”. Otras instituciones de investigación están en una situación todavía más crítica. El retroceso no afecta solo a la investigación financiada con fondos públicos. En el informe de COTEC de este año, recién publicado, se señala que “la crisis ya ha destruido gran parte de la escasa capacidad investigadora de las empresas españolas, deteriorando gravemente la competitividad del país”. Según COTEC el número de empresas con actividades innovadoras se redujo en España un 43% entre 2008 y 2011, mientras que el de empresas con actividades de I+D lo hizo un 35%. ¡Bienvenido, mister Adelson, para usted sí que habrá dinero!
La versión gubernamental de lo que está ocurriendo con la ciencia es que, como en todo tipo de actividad humana, en la investigación científica hay proyectos buenos y proyectos malos y que se puede reducir el gasto recortando los proyectos “malos” para preservar los “buenos”. Me gustaría poder creerlo, pero no veo cómo puede eso ser cierto. La producción científica puede compararse a un iceberg. Hay una parte exitosa, blanca y refulgente, que parece flotar de manera autónoma por encima del agua. Pero eso es engañoso, porque la parte flotante está sostenida por otra parte mucho mayor de proyectos menos exitosos que quedan por debajo del agua.
Qué proyecto es “bueno” y cuál es “malo” es algo que no se sabe a priori, sino a posteriori y si acaba habiendo proyectos “buenos” es porque hay muchos que no lo son. Recortar estos últimos para preservar los primeros equivale a pensar que se puede eliminar o reducir la base del iceberg sin que se hunda la punta y, lamentablemente, eso no es así. Esto no quiere decir que no haya que aumentar la eficiencia del gasto en ciencia. Por supuesto que hay que hacerlo. Pero la vía para conseguirlo no son recortes horizontales e indiscriminados, sino la extensión de la competencia entre distintos equipos investigadores para acceder a los fondos públicos basándose en su excelencia.
Escribió Antonio Machado en su Juan de Mairena “¿Se ahorca aquí a un inocente? / Aquí se ahorca, simplemente”. Nadie alza la voz para justificar los recortes en I+D y en innovación, pero tampoco para criticarlos. La maquinaria presupuestaria de Hacienda prosigue su tarea sigilosa y terrible. No se “quiere” dañar a la ciencia. Nadie “cree” que eso sea bueno. Pero todos cumplen órdenes y el mal se extiende de manera que puede ser ya irreversible. Banalmente, diría Arendt".
César Molinas es politólogo y publicó el mes pasado el libro Qué hacer con España.
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